El Cairo (PL)

El descenso en picado de Libia hacia la ingobernabilidad adquirió velocidad vertiginosa días atrás, cuando los miembros de una milicia armada atacaron con ametralladoras pesadas a manifestantes que demandaban su salida de la capital del país norafricano.

La masacre, en la cual fueron abatidos casi medio centenar de civiles, más que un hecho aislado es la síntesis de una situación gestada desde que los grupos armados tomaran control del país y lo fragmentaran en minifeudos, donde reinan y por cuyo control combaten a sangre y fuego.

En realidad la crisis por la que atraviesa ese país, rico en petróleo y en aguas subterráneas a pesar de sus características desiertas, y de accidentada historia, surgió tras el derrocamiento en 2011, vía una agresión armada de los países miembros de la OTAN, del Gobierno liderado por Muammar Gadafi.

Esos grupos armados, de composición heterogénea, incluso con miembros venidos del extranjero, sirvieron en bandeja de plata el pretexto para la peculiar interpretación de la resolución aprobada en el Consejo de Seguridad sobre los disturbios que estallaron en el país tras el inicio de lo que ha dado en llamarse la primavera árabe.

La resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU, aprobada el 17 de marzo de 2011, autorizó a "tomar todas las medidas necesarias" en Libia para "proteger a los civiles y a las áreas pobladas bajo amenaza de ataques", incluyendo la creación de una zona de exclusión aérea sobre el país.

El texto descartaba de manera explícita la intervención terrestre en cualquier parte de Libia, pero las palabras claves estaban en la posibilidad de establecer una zona de exclusión aérea.

Este fue el mismo mecanismo empleado contra el Gobierno de Saddam Hussein con el pretexto de proteger a las comunidades kurdas asentadas en el norte del país, las mismas que Reino Unido trató de exterminar en los años 20 cuando amenazaban su control colonial de Irak.

Fue la única ocasión en que esa estación del año, que comienza con el renacimiento de la vida tras el invierno, cayó en diciembre, ya que el mote le fue adjudicado a partir de las protestas contra el ex presidente tunecino Zine El Abidine Ben Alí y continuadas en Egipto a principios del año siguiente.

Un hecho inexplicable fue la abstención de Rusia y China en la votación del 17 de marzo de 2011 en la cual fue aprobado el documento, plataforma evidente de una operación de control de daños lanzada por el Gobierno de Estados Unidos al que tomó por sorpresa la reacción en cadena contra el "rais" egipcio, Hosni Mubarak, su mejor aliado en el norte de África y el Levante, quien había sido obligado a renunciar semanas atrás.

Lo demás es historia: Washington abandonó a Mubarak a su suerte, tras cerciorarse de que sus intereses geopolíticos estaban bien custodiados por la junta castrense a la que este dio paso, agotado por más de tres décadas de ejercicio del poder.

El mandatario, asediado por los disturbios que abarcaban a todo este país, y tras una conversación telefónica de media hora con su homólogo estadounidense Barack Obama, tuvo que ceder el puesto, en previsión de daños mayores que podrían afectar el estatus quo, sacralizado por el acuerdo de paz con Israel.

En realidad el Gobierno libio era una víctima fácil debido a las muchas enemistades que se había hecho Gadafi en el Levante y en el continente africano, además de su error estratégico vital: creer que su evidente acercamiento a Estados Unidos, Francia e Italia, además del asesoramiento del ex primer ministro británico Anthony Blair, lo reforzaba en el ejercicio del poder por tiempo indefinido.

La confusión de Gadafi tuvo consecuencias fatales para su país y en el resto del área, como demuestran los acontecimientos en Siria, donde las potencias occidentales intentaron reeditar el caso libio con el resultado de un conflicto que ha causado cientos de miles de muertos, heridos y desplazados y una tragedia humanitaria que cada vez resulta más insoportable para los estados vecinos.

Después de más de dos años de la captura y asesinato de Gadafi, en circunstancias más que oscuras y de ribetes horrendos, los jefes de las milicias armadas han visto una oportunidad dorada de hacerse de una base segura para lograr sus objetivos económicos e ideológicos y económicos.

Prueba de ellos son los lazos de los irregulares libios con el movimiento secesionista en Malí, atenuado por una intervención armada directa de Francia cuyos gobiernos sucesivos, encabezados por Nicolás Sarkozy y su antípoda político, Francois Hollande, demostraron que la distancia que los separa cuando de temas geopolíticos se trata, es mínima.

Si Sarkozy hizo un alarde de superpotencia en el caso de Costa de Marfil, vitrina fallida gala, Hollande tuvo su Malí y, de contra, la República Centroafricana.

El panorama libio se complicó más aún después de que los grupos irregulares y los jefes tribales de la región de la Cirenaica proclamaron a fines de octubre la autonomía, presentaron un Gobierno y organizaron una compañía que se encargará de comercializar el petróleo que se extrae en la zona, lo cual debilitó aún más al Gobierno del primer ministro Ali Zeidan.

La amenaza de Zeidan de pedir una intervención armada de las potencias para restaurar el orden no parecen haber tenido un efecto duradero ya que es evidente que los gestores del caos carecen de la disposición mínima de involucrarse en un país que cada día tiene más aspecto del clásico pantano en el que nadie está dispuesto a hundirse.

Moisés Saab


Artículo extraído de PrensaLatina

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