Para combatir el brote de coronavirus, el Gobierno decretó el estado de alarma  que, entre otras medidas, obliga a toda la población a un periodo de confinamiento que ya se prolonga varias semanas y que desconocemos el tiempo que continuará.

Todo el mundo repite y en todas partes se reproduce machaconamente el eslogan “Quédate en casa” porque en casa y en el aislamiento social parece esconderse la única vacuna contra la pandemia. Sin embargo, son muchas las mujeres que están en primera línea en esta situación de emergencia; cajeras, reponedoras, limpiadoras, teleoperadoras, trabajadoras del campo y cuidadoras no han podido quedarse en casa, no hay trabajo “online” para ellas y por tanto se enfrentan, sin protocolos, ni equipos, al riesgo de infectarse del coronavirus a cambio de salarios de hambre.

Pero también son muchas las mujeres trabajadoras que, desgraciadamente, es en casa donde encuentran la más temible amenaza y el mayor riesgo.

Sí, muchas, muchísimas mujeres trabajadoras, sobre todo para aquellas que viven en extrema precariedad, para aquellas que se enfrentan, en condiciones normales, a insoportables dificultades, esta reclusión forzosa empeora su ya deteriorada, calidad de vida, las aísla socialmente, las condena a frustración y sometimiento.

Entre cuatro paredes, la estructura de género aprisiona de manera más férrea a las mujeres pobres.

No hay adaptación posible al encierro, cuando el “dulce hogar” se construye en una infravivienda con poca luz, pocos metros, poco dinero y pocas cosas en la nevera. Estrecheces y privaciones que, aunque afectan a todos los miembros de la familia, en una sociedad patriarcal se ensañan con mayor rigor con las  mujeres de la clase obrera.

Gracias a la división sexual del trabajo, las mujeres serán las primeras en engrosar las filas del paro, las primeras en sufrir los recortes de salario, las primeras en ver reducida su jornada, las primeras en volver a casa para volcar su vida en la atención y los cuidados de  padres dependientes y niños. Son ellas, así, agotadas, sin ingresos, sin trabajo, sin independencia, sin recursos para proporcionar materiales escolares a sus hijos e hijas,   las encargadas de crear en el hogar un ambiente amable y ameno que suavice las necesidades y el dolor de la familia y pinte de colores la miseria para que parezca abundancia.

Trabajo feminizado suena a inestabilidad laboral, tiempo parcial, a desprotección, a salarios bajos, a paro, a precariedad...

Otras muchas, respirarán en su confinamiento el mismo oxígeno que su maltratador, un bestia que ejerce su control con plena impunidad, practicando una violencia que no obedece a estados de alerta, ni a pandemias, ni a cuarentenas. En ese clima están viviendo muchas mujeres esta cuarentena, sin encontrar escapatoria para huir de  humillaciones, vejaciones y golpes, sin saber qué hacer, cómo hacer, ni dónde denunciar. El ámbito doméstico para estas mujeres es un infierno de incomunicación, soledad y miedo.

En muchos hogares, quedarse en casa significa añadir más peso a la carga que soportan las mujeres trabajadoras como madres, abuelas, cuidadoras, cocineras y limpiadoras del hogar, tareas que se incrementan en esta situación de emergencia y de las que resulta muy complicado liberarse.

Pero no nos quedaremos eternamente en casa, las mujeres trabajadoras tendremos que responder y devolverle al capitalismo cada golpe hasta acabar con la desigualdad de género, con el paro, con la pobreza, con  las privatizaciones de  los servicios públicos, con  la violencia machista y cuando todas las mujeres trabajadoras nos contagiemos de conciencia proletaria y nos sumemos a la lucha revolucionaria, volveremos a las calles, nuevamente,  hasta derrotar al patriarcado y terminar con este sistema insaciable que ha engordado a costa de nuestra explotación y nuestra opresión.

Blanca Rivas

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