El sindicalismo catalán y español, según los profesores Emili Giralt, Albert Balcells y Josep Termes, explicado en la cronología 1800 – 1939 de su libro “Els Moviments Socials a Catalunya, País Valencià i les Illes”, tiene su punto de partida en 1840, después del primer tercio del siglo XIX al acabar la primera fase de la revolución industrial. Anteriormente existió una etapa de aprendizaje del proletariado industrial contra el maquinismo hasta la toma de consciencia de clase entre los obreros, una vez, también, desprendÍdos del yugo borbónico ejercido en vida del terrible Fernando VII, solo superado por los anales de la historia protagonizada por el general Franco.

Desde 1840 hasta la revolución democrática burguesa de 1868 (“la Gloriosa”), el movimiento obrero y sindical conquista la libertad de asociación para poder crear sociedades obreras en defensa del mutualismo y de las cajas de solidaridad obrera para ayudar a las personas mayores, a los enfermos y a los huelguistas (orígenes de la seguridad social y de las cajas de ahorro). Desarrollan el cooperativismo como forma de llegar a la desaparición de la explotación capitalista que sufrían los obreros y las obreras, hasta participar en la Primera Internacional, luego en la Segunda y después en la Tercera, marcando una ruta ascendente hasta llegar a la IIª República, que es combatida por la oligarquía conservadora, con Franco en 1936, con la ayuda del nazi fascismo hasta su total demolición, con persecución genocida a la clase obrera, más el robo de su patrimonio.

Pero ni eso pudo impedir el desarrollo de las leyes naturales del materialismo dialéctico. El movimiento obrero y sindical en Catalunya y España, desde la clandestinidad, resurge de las cenizas del erial franquista sobreponiéndose a través de un movimiento socio-político nuevo de corte e imagen a lo soviet, capaz de destruir una de las patas que sostenían al régimen franquista, el sindicato vertical. En esa época de resurgimiento, hasta muy pocos años después de la muerte del dictador, el empuje de la clase obrera hace que ésta se fortalezca organizativa e ideológicamente y a conseguir objetivos económicos, políticos y sociales elevados, rompiendo con el atraso secular impuesto por la burguesía oligárquica y parasitaria, conquistando el respeto a la negociación colectiva con mejoramiento de las condiciones de vida y de trabajo: jornada de trabajo, salarios, jubilaciones, seguridad social, derecho al empleo, de huelga, etc, etc. Todo ello a través de un sindicalismo de confrontación, de combate de lucha de clases.

Es a partir de 1978, con el pacto llamado de la “transición” y el desarrollo de los demás pactos sociales, después del de la Moncloa, entre gobiernos, sindicatos y patronal, que se llega a una política de conciliación de clases; es decir a una abdicación de clase de los dirigentes máximos de los dos sindicatos principales de nuestro país. En el terreno político, la corriente del capitalismo dominante (con la complicidad del dominado) impone la tesis “moderna” del “neo.com”, o del neoliberalismo; da igual. Calando su influencia a los ideólogos del sindicalismo monopolista, cayendo estos en la creencia de la desaparición de la clase obrera; en sus creencias, solo empleados y empleadores en clima de mutua colaboración por el bien de España, como si en el conglomerado de los pueblos que domina el Estado español solo existiera una clase social de nueva avenencia, superado ya el conflicto entre explotados y explotadores. ¡Craso error! Subestimar al enemigo de clase.

Quiero poner a mi reflexión un ejemplo vivido de papanatismo sindical supino. Hace más de 20 años yo trabajaba en una gran empresa cuya plantilla la componíamos varios miles de trabajadores y trabajadoras. Un día, al calor de los pactos sociales, la empresa puso en marcha una fuerte reestructuración de dicha plantilla –decían- de forma no traumática.

La reestructuración iba en la vía de achicar el número de trabajadores en las brigadas de averías y servicios de mantenimiento. A la vez la empresa concedía 300 millones de las antiguas pesetas repartidas en forma de escalafones dentro de las categorías profesionales, de manera que toda la plantilla se vio beneficiada con extraña generosidad  al final de cada mes en sus estipendios. Y con esta donación de aumento salarial, seguidamente se procedió a ofertas de jubilaciones y prejubilaciones con cargo a la seguridad social en la parte más sustancial, e implementaciones a base de planes de pensiones hasta ofrecer el 100x100 de lo cobrado en el momento de la baja en la empresa, y también la promesa de que un tanto por ciento de las bajas de plantilla causadas serían cubiertas por los hijos de estos empleados. No quedó nadie mayor de 55 – 60 años.

Algunos incrédulos que se oponían a ello fueron ridiculizados y acusados de alarmistas. Argumentaban los negociadores “benefactores”, que demostraran las voces críticas cuales eran las consecuencias que percibían como detractoras en esos momentos, cuando aún no había transcurrido el tiempo y todos y todas estaban felices y contentos.

Sin embargo, pasados unos años, ocurrió lo siguiente: a) incumplimiento de empleo a los hijos de jubilados y prejubilados (a excepción de casos esporádicos); b) externalización de los trabajos de averías y mantenimiento; c) contratación de personal imprescindible a bajo coste, con mayor carga de trabajo, menos salario y cero complementos sociales. Con diferencias inferiores a los que conservaron su empleo después de la reestructuración; d) un retroceso deplorable con riesgo también ahora para los derechos vitalicios adquiridos en el momento del anteriormente referido plan de pensiones.

A día de hoy, de aquellos miles de trabajadores con todos los derechos antes anotados, solo quedan unos 450 y –comentan- que para el año que viene solo quedarán 150. Con lo cual habrá que reconocer la razón de los discrepantes que alzaron la voz en su momento. Este acuerdo, a parte de los posibles problemas de carácter interno, menos aún era solidario con los trabajadores externos en general y en paro.

Recientemente, en una asamblea de compañeros y compañeras veteranos/as jubilados en donde, con alarma, se comentaba todo esto; a quienes nos lo contaban me dieron ganas de gritar: ¡Pero si  si fuiste vosotros los que en nuestro nombre firmasteis esto!. Luego comprendí que si hubiera obrado así no habría sido justo. No eran ellos, ni nosotros que lo consentimos. Era puro papanatismo de la línea sindical reformista en que el sindicalismo había caído y que en nuestros días ya no es ni reconocido.

A los ideólogos del papanatismo político y sindical, Marx les llamaba “tenientes de la burguesía”; en 1549, hace 468 años, Étienne de la Boétic, les decía “La servidumbre voluntaria”.

Barcelona, 3 de Npviembre de 2017.

Miguel Guerrero Sánchez  

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