Comenzaremos estas líneas recordando un Poema de Bertolt Brecht titulado “Canción del comerciante”:

Río abajo hay arroz,

río arriba la gente necesita el arroz.

Si lo guardamos en los silos,

más caro les saldrá luego el arroz.

Los que arrastran las barcas recibirán aún menos.

Y tanto más barato será para mí.

Pero ¿qué es el arroz realmente?

¡Yo qué sé lo que es el arroz!

¡Yo qué sé quién lo sabrá!

Yo no sé lo que es el arroz.

No sé más que su precio.

Se acerca el invierno, la gente necesita ropa.

Es preciso, pues, comprar algodón

y no darle salida.

Cuando el frío llegue, encarecerán los vestidos.

Las hilanderías pagan jornales excesivos.

En fin, que hay demasiado algodón.

Pero ¿qué es realmente el algodón?

¡Yo qué sé lo que es el algodón!

¡Yo qué sé quién lo sabrá!

Yo no sé lo que es el algodón

No sé más que su precio.

El hombre necesita abundante comida

y ello hace que el hombre salga más caro.

Para hacer alimentos se necesitan hombres.

Los cocineros abaratan la comida,

pero la ponen cara los mismos que la comen.

En fin, son demasiado escasos los hombres.

Pero ¿qué es realmente un hombre?

¡Yo qué sé lo es un hombre!

¡Yo qué sé quién lo sabrá!

Yo no sé lo que es un hombre.

No sé más que su precio.

Una cosa importante es señalar que comercio y capitalismo no es lo mismo. Aunque el poema de Brecht refleja el comercio dentro de la órbita capitalista de búsqueda del beneficio a toda costa, hubo comercio antes del capitalismo y habrá comercio después de él. El comercio no es más que la puesta en común de bienes y servicios para intercambiarlos. La perversión proviene de que, en el capitalismo, se busca la obtención de las máximas ganancias provenientes de la plusvalía por la explotación del trabajador, cuyo trabajo es la única fuente de dicha plusvalía.

En un primer momento a los capitalistas les interesaba tener garantizado un mercado “cautivo” propio para sus productos e impusieron, con sus conmilitones políticos, la fijación de altos aranceles en las fronteras nacionales, a la vez que no les interesaban aranceles internos que disminuyeran su parte en los beneficios al repartir con los señores de turno y procuraron –aliándose con las distintas monarquías y élites ciudadanas– y consiguieron eliminarlos.

Actualmente, con las corporaciones multinacionales y los oligopolios, las fronteras estatales se les quedan pequeñas y procuran forjar entidades supranacionales para su “libre mercado”. ¡Y gritan que hay que eliminar las barreras aduaneras y comerciales como un remanente del pasado! ¡Menos Estado! Gritan. Pero claro, sólo en lo que atañe a controlar sus ganancias. Pues cuando meten la pata suplican raudos que sus pérdidas sean enjugadas con dineros públicos y que “papá Estado” les ayude. También que pague a sus protectores: llámese policía dentro de las fronteras o ejército para la policía –habitualmente, pero no siempre– de allende dichas fronteras.

Tampoco tienen empacho en glorificar el comercio de todo por todo el mundo, buscando siempre la mano de obra más barata y haciéndola servir como miedo en zonas más prósperas para que las y los trabajadores de esos lugares “moderen” sus reivindicaciones salariales. Y –como burdos prestidigitadores– esconden detrás del mantel que una parte importante de este comercio a tan largas distancias es rentable porque han utilizado a sus servidores –que no los nuestros– de los cacareados poderes públicos para que el comercio internacional esté subvencionado hasta conseguir que les salga prácticamente gratis: ¡les pagamos el transporte!

Como vemos son unos liberales muy proteccionistas, y unos antiestatales muy acostumbrados a beneficiarse del Estado

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